Juan predicaba, diciendo:
«Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo.»
En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección.»
Palabra del Señor
Comentario
Con la fiesta de este domingo, la del bautismo del Señor, dejamos atrás el tiempo de Navidad para comenzar un nuevo tiempo de la Iglesia, un nuevo tiempo litúrgico –el más extenso del año–, llamado también común o tiempo ordinario. Ya pasaron los días en los que intentamos profundizar el misterio de un Dios que se hizo niño, se hizo ternura, para que nos «encariñáramos» con él. Ya pasaron los días del nacimiento, de la familia de Nazaret, de su manifestación a los sabios de Oriente, de la epifanía. Con la fiesta de hoy empieza la llamada «vida pública» de Jesús; comienza su ministerio, su servicio hacia toda la humanidad; empieza a gestarse lentamente el porqué de su venida al mundo, el para qué de su vida entre nosotros.
Nada de lo que eligió vivir Jesús fue en vano, fue sin sentido, fue simplemente una anécdota más para contar. Nada de lo que está relatado en los evangelios es superficial, está demás o no vale la pena. Al contrario, todo está perfectamente, por decir así, pensado por Dios para nuestra alegría y salvación. Jesús no hizo las cosas para que «parezca» que era necesario, que era importante, sino que fue necesario e importante todo lo que hizo. Así debemos leer y escuchar los evangelios. Así debemos recibir las palabras que nos fueron transmitidas, no como palabras de hombres, sino como lo que son, palabras de Dios. Cuando sentimos y vivimos las cosas así, cada detalle, cada palabra se vuelve alimento, se transforma en vida, nos puede llenar el corazón, que a veces parece insaciable. De la misma manera que para los enamorados todo se vuelve «excusa» para amarse, para encontrarse, para sentirse cercanos.
Dicho esto, Algo del Evangelio de hoy parece llevarnos por el rumbo de preguntarnos sobre la necesidad del porqué del bautismo de Jesús, para qué. ¿Qué sentido tuvo y por qué lo hizo? Si no tenía pecado y nunca lo tendría, ¿era necesario?
Jesús se hizo bautizar haciendo, digamos así, «la fila» como cualquier otro ser humano. Algo muy extraño. Se acercó a Juan el Bautista para ser bautizado como si fuera un pecador más. Todavía nadie lo conocía, sin embargo, él se hizo conocer en medio del pueblo compartiendo la debilidad, compartiendo la misma suerte que todos. ¿Cómo iba a ser posible que nos encariñáramos con alguien lejano, con alguien distinto, con alguien que no se identificará realmente con nosotros, aunque no lo necesitaba?
Tenemos un Dios un poco «loco», dicho con amor, en realidad loco por amor, loco de amor; un Dios que hace lo que «no le corresponde» por amor a nosotros. Porque, en definitiva, el verdadero amor «hace» eso. Hace lo que está más allá de lo necesario, lo que aparentemente no corresponde, para acercarse al que puede sentirse menos y teme el ser amado. Por eso el bautismo de Jesús, aunque en cierto sentido no era necesario, por el lado del amor podríamos decir que sí fue necesario, y como Dios es amor era realmente necesario.
¿Cuántas veces en tu vida hiciste cosas por los demás –por tus hijos, por tus más queridos–, cosas que no eran estrictamente necesarias aparentemente, pero el amor que brotó de tu corazón las transformó en necesarias, el amor te hizo hacerlas y nunca te arrepentiste? ¿Cuántas veces hiciste cosas para que otro no se sienta menos, para que los otros se sientan amados, aunque en principio no te correspondían? Bueno, algo similar podemos pensarlo de Jesús, con la inmensa diferencia que él siendo Dios se hizo hombre, y siendo hombre pasó por uno de «tantos» aunque no tenía pecado. Jesús se solidarizó con cada uno de nosotros por amor. Se sumergió en las aguas del río Jordán, se dejó «mojar» por las aguas impuras del pecado de los hombres, impuras por el pecado de los hombres. Cargó sobre sí los pecados de todo el mundo y ese día empezó su camino hacia la cruz, su camino de obediencia al Padre.
Decimos que Jesús es la Palabra del Padre a los hombres. Bueno, la primera palabra de la Palabra no es una palabra, es un gesto, un gesto de humildad.
El poder de Dios se manifiesta, como siempre, en la humildad, en el despojo, en la destrucción de la soberbia, del egoísmo, del poder mundano. La humildad de Dios quiere ablandarnos el corazón para mostrarnos el camino que tarde o temprano debemos hacer todos, por más arriba que nos creamos que estamos.
El que nos salvó fue humilde. El que nos perdona es humilde. El que se entrega cada día en la Eucaristía por nosotros es humilde. La humildad es su virtud, es su fuerza, es su poder.
Aprendamos de Jesús que «hizo la fila» como cualquier otro hombre. Aprendamos a ser y comportarnos como Hijos amados de Dios, pero Hijos humildes de Dios Padre, que sienten y viven no con autosuficiencia, sino sabiendo que todo se recibe de él, que el camino de la verdad es la humildad. Para vivir como hijos, hay que saberse y sentirse Hijo. Qué lindo que cada uno pueda hoy escuchar en su corazón las mismas palabras que dijo el Padre al abrirse el cielo cuando Jesús fue bautizado: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección». ¿Te sentís amado o amada por el Padre, elegido, predilecto? Entonces… vivamos como Hijos, vivamos como el Hijo, siendo humildes.
Fuente: Algo del Evangelio