Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado.» En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.
Palabra del Señor
Comentario
Ser humildes es reconocer, como lo hizo Juan el Bautista, que hay alguien «más poderoso» que nosotros; es reconocer que el verdadero poder en realidad pasa por otro lado y no por alimentar el ego que quiere dominarnos a cada instante de nuestra vida, en cada decisión. Así lo experimentó Juan, el más humilde de los hombres nacido de mujer, el más ubicado, el hombre que la «tenía bien clara». El orgullo y la soberbia de la vida y de nuestro corazón nos hacen creer que cuanto más nos imponemos ante los demás, cuanto más aparentemente nos escuchan, cuanto más nos felicitan, cuanto más nos siguen, cuanto más nos «dan la razón» más plenos y felices nos sentiremos. Sin embargo, todo eso son «espejitos de colores», como se dice; es puro engaño, es tentación de la creatura más mentirosa y orgullosa que existe: el demonio. El verdadero poder está en poder cambiar uno mismo desde adentro, con humildad.
¿Experimentaste alguna vez esa linda sensación de lograr cambiar algo importante en tu vida, de proponerte dejar de lado algo y lograrlo, de ponerte una meta sencilla y alcanzarla, de abandonar una actitud, un pensamiento o un sentimiento que te hacían mal y reemplazarlo por otro mejor? No es imposible, hay que querer y pedir. Se puede cambiar y creer, se puede creer que es posible cambiar. Si todos creyéramos que es posible dejar de lado el egoísmo, la avaricia, la pereza, la soberbia y todo lo que nos aísla de los demás, este mundo sería mucho más lindo, sería mucho mejor. Pero hay un primer paso que debemos dar antes de proponernos cambiar.
Cambiamos en la medida en que nos damos cuenta de que tenemos algo que cambiar. Mientras tanto, andamos en la ignorancia. Mientras tanto, no nos damos cuenta. Por eso el primer paso del que quiere cambiar algo de su vida, es darse cuenta que tiene algo para cambiar, aunque parezca tonto, de que le falta algo, de que tiene alguna debilidad, de que tiene algo para mejorar; en el fondo es reconocer que somos débiles, en el fondo es ser humildes.
¿Vos y yo creemos que tenemos algo para cambiar? ¿Vos y yo tenemos algo en lo que podemos volver a confiar para poder cambiar? Por mi parte muchas, muchísimas cosas. Creo que todos deberíamos hacer el camino de reconocimiento de que alguna lepra de algún modo, simbólicamente, llevamos impregnada en nuestros corazones. Lepras que incluso fuimos alimentando nosotros mismos con nuestras propias decisiones que nos hicieron alejarnos de los demás.
Te propongo que hoy nos quedemos con algo lindo del evangelio: la desobediencia de algún modo de este leproso. Este hombre es un grande, para mí es un gran hombre. Además, si uno se pone a pensar, la petición de Jesús, aunque tenía un sentido profundo y la podemos comprender hoy –y de eso algo hablamos ayer–, en realidad es casi una ironía, por decirlo de alguna manera; es un imposible. ¿Cómo Jesús va a pretender que ese hombre después de ser curado de semejante enfermedad se quede callado como si nada hubiese pasado? Imposible, casi imposible. Por eso, para mí es una de esas «desobediencias» que uno podría llamarle «piadosa», aunque no está bien. La «desobediencia piadosa» del leproso es casi una consecuencia lógica de alguien que se siente amado, gratificado, de alguien que recibe un don tan grande. ¿Cómo es posible callar después de recibir semejante alegría? Las alegrías son para contarlas, las alegrías no son completas si no se comparten, si no se cuentan. Además, ese hombre curado, aunque hubiese obedecido, jamás hubiese podido ocultar su curación; se la hubiera notado sin que lo diga. Es algo que nos pasa cuando Jesús pasa por nuestra vida y nos cura, nos sana, nos libera de algo, nos purifica. Es imposible que los demás no se den cuenta. Es más, no hace falta casi ni decirlo porque nos cambia la cara, nos cambia el corazón, ya nadie nos ve igual.
Por eso animémonos a decirle a Jesús hoy: «Si quieres, puedes purificarme». Si querés Jesús, sácame eso que tanto me molesta, libérame de eso que tanto me oprime. No te busco solo por eso, pero lo necesito para estar mejor, para amarte más, para amar mejor a los demás. Si querés, te lo pido casi con temor, con humildad. Si querés, si es tu voluntad, si considerás que es lo mejor para mi vida, lo recibo con alegría.
Que hoy se nos conceda a todos, la gracia que necesitamos, que podamos escuchar de labios de Jesús: «Lo quiero, quedas purificado». Lo quiero, quiero purificarte y quitarte esa lepra que deforma tu corazón y no te deja vivir en paz. Si Él nos lo concede, no nos quedará otro camino que el de la «desobediencia piadosa», imitar la desobediencia del leproso curado, y salir a contarle a todo el mundo, a todos los que nos conocen, que Jesús nos devolvió la alegría y que las alegrías son para contarlas y divulgarlas.
Fuente: Algo del Evangelio