Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Palabra del Señor
Comentario
¡Qué lindo es empezar una nueva semana con ganas de «salir»! Deseos de «salir de nosotros mismos», de abrir el alma y el corazón, de no dejar las puertas y las ventanas de nuestro corazón cerradas, impidiendo que entre el aire y la luz que viene de Dios. Como hizo Jesús, que se animó a salir, a salir de su «comodidad» de ser Dios para estar con nosotros; de su casa, del cielo para empezar a predicar, a hablar de la verdad que su Padre le había enseñado; del apretujamiento de la gente para ir a hablar con su Padre. Algo así decía el evangelio de ayer. Valga la redundancia, Jesús salió para salir. Salió del «seno» del Padre para estar con nosotros y enseñarnos a «salir» de nosotros mismos.
¿Te diste cuenta que cuando dejás de usar mucho una habitación, una casa por nueva que sea, si dejás todo cerrado, a la larga todo se deteriora, todo se humedece, todo parece como que se enferma? Así es, las cosas cuando no se usan para lo que se hicieron, dejan de tener sentido, se rompen. Lo mismo pasa con el corazón: se deforma, pierde su forma, pierde la imagen de Dios, se endurece, incluso se puede enfermar.
Por eso, si empezamos este lunes, un poco tristes, medio sin ganas, medio con ganas de encerrarse un poco más, hagamos todo lo contrario. Salí. Abrí la ventana de tu habitación, abrí la puerta, dejá que, entre el aire, dejá que entre la luz para que te des cuenta lo que te perdés si mantenés todo cerrado. Hacé lo mismo con tu corazón: no guardes lo bueno que tenés. No creas que estás todo sucio y no vales la pena. No digas mañana lo que podrás y podrías decir hoy. No dejes de decirle a los demás que los querés, que los necesitás. No creas que no necesitás nada de los demás. No creas que los demás no necesitan nada de vos. Todos necesitamos de todos. Todos necesitamos ser curados y sanados por Jesús y él se nos presenta por medio de otros, como vos también podés presentarte en nombre de Jesús a los otros.
La Palabra de Dios tiene que ser siempre para nosotros el primer «empujón» del día, el «envión» para empezar, para arrancar la semana. ¡Cómo cuesta a veces empezar los lunes! Pareciera que todo nos pesa un poco más. Si andás por la ciudad, si andás por algún medio de transporte o incluso en tu misma casa, te aseguro que verás muchas caras de «poca felicidad» en este mundo tan lleno de cosas. Bueno, pero no importa. Sonreíle al del peaje, sonreíle a tus hijos, haceles el desayuno con más amor. Sonreíle al que maneja el colectivo, sonreíle al portero de tu edificio, sonreíle a tu empleado, sonreíle a tu marido, a tu mujer, a tu jefe. El cristiano está para amar. El amor de nuestro interior está para darlo. La luz sirve para iluminar, tus palabras y tu sonrisa también. La Palabra de Dios es una maravilla, no la leas solo para vos, intentá vivirla.
Algo del Evangelio de hoy, en muy pocas palabras, nos da una pincelada de lo que generaba la presencia de Jesús, de lo que se había extendido su fama por todos lados, del deseo insaciable que tenía la gente de estar con él, por lo que hacía, por sus curaciones, por sus exorcismos y – un poco menos– por sus palabras, por lo que decía. Siempre es más atrayente saber que alguien puede sanarnos de nuestros males físicos que de nuestros males espirituales, morales, que muchas veces ni reconocemos.
Te presento una suposición. Si hoy te dijeran que, en la plaza de tu barrio, de tu ciudad, en la plaza más cercana en donde vivís va a estar alguien que cura y sana enfermos con solo tocarlos, ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Me imagino que, si estás enfermo, irías corriendo o le pedirías a alguien que te lleve. Me imagino que, si no estás experimentando algún sufrimiento en tu cuerpo, en una de esas te acercarías por curioso, o por ahí no lo creerías mucho y ni te daría ganas de ir, ¿no? Y si te digo que hoy en la plaza de tu barrio hay alguien que va a hablar a la multitud para dar un mensaje de paz, de cambio personal (palabras que cambiarán tu vida), ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Bueno, algo así pasaba con Jesús. Sus curaciones atraían multitudes.
Sus palabras generaban admiración, pero no siempre tanta adhesión. Lo mismo pasa hoy en la Iglesia. Ante lo extraordinario es fácil generar convocatoria, se llena fácil. Sin embargo, ante lo cotidiano, ante palabras que lo que nos piden es un cambio de vida, un esfuerzo personal, no todos se entusiasman tanto.
Por eso, hoy podríamos hacernos varias preguntas: ¿Qué es lo que en definitiva le interesaba a Jesús? ¿Qué es lo que le interesa hoy de nosotros? Por supuesto que no hay una única respuesta, como siempre. Por un lado, obviamente que Jesús se compadeció del dolor humano y salió también para aliviarlo, y de hecho el evangelio muestra que lo hizo. Pero, por otro lado, hay un dato que es imposible de ocultar, y si no lo decimos, ocultamos la verdad o de alguna manera mentimos. ¿Qué dato?
En realidad, te dejo más preguntas: ¿Por qué Jesús no terminó con todo el sufrimiento? ¿Por qué no lo eliminó pudiendo hacerlo? ¿Por qué no demostró todo su poder y sanó a todos, o bien no recorrió todo el mundo para sanar a todos? ¿Por qué hoy Jesús no sana a todos los que sufren y se acercan a él? ¿No tiene tanto poder o prefiere otra cosa? ¿Le gusta vernos sufrir? ¿Le da lo mismo? ¿Quiere que algunos se curen y otros no?
La gran pregunta de fondo y que todos nos hicimos alguna vez o nos haremos alguna vez: ¿Por qué Dios permite el sufrimiento? Bueno, lamento decírtelo hoy, pero por el tiempo no puedo responder todo esto. La Palabra de Dios cada día nos irá respondiendo, vas a ver, pero imagino que ya te lo estarás imaginando.
Fuente: Algo del Evangelio