Llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: « ¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo.»
Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.
Palabra del Señor
Comentario
A veces, los lunes es necesario respirar hondo, tomar aire y juntar fuerzas para poder arrancar una vez más. Después de descansar un poco, de habernos despejado el fin de semana, hay que reconocer que cuesta, cuesta mucho más. Pero la Palabra de Dios siempre nos alienta, siempre nos impulsa a empezar una vez más, siempre nos vuelve a conducir por el camino correcto, siempre nos levanta si andamos caídos. Por eso, querer escuchar el evangelio todos los días es lo mejor que podemos desear, es la actitud del que quiere ser purificado, como el leproso del evangelio de ayer: «Si quieres, puedes purificarme».
Hoy podemos caer todos de rodillas una vez más, para suplicarle a Jesús que nos conceda lo mejor que podemos pedir: la pureza de corazón que nos permita ver con nitidez y no tan llenos de cosas que nos impiden ver. La enfermedad que más nos enferma, valga la redundancia, es la impureza del corazón, la lepra del alma que nos hace aislarnos y que los demás se aíslen de nosotros, se nos escapen. Aunque no parezca, este mundo es un gran «leprosario», lleno de hombres y mujeres que también están impuros, aunque creen que están sanos.
Vivimos muchas veces desvinculados de Dios, de nosotros mismos y de los demás. Por más sanitos que estemos del cuerpo, la impureza del corazón la llevamos siempre a cuestas y siempre está latente. Sin darnos cuenta miramos la impureza ajena o la impureza del mundo que nos rodea y olvidamos que somos parte de eso y que todo lo que nos impide ver a Dios con claridad y con el corazón es de alguna manera una impureza. El pecado es un problema en nuestra vida, pero la cuestión está en reconocer qué es lo que lo produce, qué es lo que nos lleva a tomar decisiones equivocadas.
El cristiano en serio es el que empieza a vivir una relación de amor real y concreta con un Dios que es Padre, con un Dios que es Hijo y hermano mayor de cada uno de nosotros y con un Dios que también es Espíritu, que habita en el alma, que anima y consuela siempre. El cristiano que recibe esta gracia, la gracia de la pureza, y que no fuerza su relación con su Padre, sino que la disfruta, que vive feliz de ser pobre de espíritu, que vive feliz por ser paciente, por ser misericordioso, por estar en paz, por tener el corazón puro, por dejarse consolar en el sufrimiento; es el cristiano que no necesita «signos» especiales, vive las bienaventuranzas, no necesita andar «desafiando» a Dios. ¿Qué hijo que se siente hijo y que ama a su Padre lo desafía y discute con Él? Una cosa es enojarse cada tanto por no comprender, una cosa es no entender sus caminos y otra cosa es desafiarlo y discutir.
Algo del Evangelio de hoy nos enseña lo que no debemos hacer con nuestro buen Jesús, con su Padre, si queremos ser felices, si queremos vivir esta pureza. Ni discutir, ni desafiar. Algo que les encantaba a los fariseos. Algo que a nuestro corazón a veces también le gusta. ¿Sos de discutir y desafiar a los demás? ¿Sos de discutir y desafiar a Dios? Vuelvo a decir, una cosa es preguntarle a tu Papá el porqué de esto y el porqué de lo otro –algo normal y parte de nuestra vida- y otra cosa es plantarnos firmemente frente a Dios como si fuéramos más grandes que él; no como hijos, sino como «pares». La cosa no es así.
Discutir no tiene sentido, dialogar sí. No discutas con nadie, no pierdas el tiempo. Dialogar siempre. No te canses de dialogar, es lo mejor que podemos hacer. Dejemos de discutir porque es lo peor que podemos hacer. Fijémonos qué dice el evangelio de hoy, dice que «llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él». No dice que Jesús discutía con ellos. No me imagino a Jesús discutiendo, sí me lo imagino queriendo dialogar. Pero cuando alguien no quiere dialogar, el problema no es nuestro, es del otro, es el otro el que no quiere. El que discute generalmente cae en el desafiar, en el intentar poner a prueba al otro, porque en el fondo no le interesa lo que el otro piensa y siente, sino que solo en lo que él piensa y siente.
El que discute no escucha, no está dispuesto a escuchar, por eso discute; es medio sordo del corazón. El que discute no está abierto a incorporar algo nuevo, sino que busca que el otro se adecue a su manera de ser. Por eso los fariseos discuten, desafían y piden un signo, mientras tenían el signo frente a sus narices. Mucho para aprender de la Palabra de Dios de hoy. No solo en nuestra relación con los demás, sino con nuestro Padre. ¿Dialogamos con nuestro Papá del cielo o discutimos? ¿Le preguntamos o lo desafiamos?
Finalmente, creo que es lindo imaginar ese momento en el que «Jesús, suspirando profundamente, dijo: “¿Por qué esta generación pide un signo?”» ¿Qué pensará Jesús de nosotros cuando le pedimos signos todavía? ¿Suspirará de la misma manera? Podemos ser parte de esa generación que no se comporta como hijos y anda siempre desafiando a Dios, pidiéndole signos. Podemos, cuidado. ¿Por qué será que no terminamos de convencernos del signo más grande y maravilloso que podamos imaginar, de Jesús mismo? ¿Por qué será que nos pasamos bastante tiempo de nuestra vida discutiendo, desafiando a otros y al mismísimo Dios y no nos damos cuenta que el mayor desafío está en reconocer el amor de Dios que se hizo carne en Jesús y se hace carne todos los días con su Palabra en la Eucaristía, en los más pobres, en nuestra familia? ¿Qué Dios pretendemos? ¿No seremos demasiados pretensiosos?
Fuente: Algo del Evangelio