Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que estaba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme.» El, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publicanos y otras personas que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y los escribas murmuraban y decían a los discípulos de Jesús: «¿Por qué ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?»
Pero Jesús tomó la palabra y les dijo: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan.»
Palabra del Señor
Comentario
Un llamado, una crítica y una respuesta eterna de Jesús: creo que, con estos tres momentos, de alguna manera, podemos resumir Algo del Evangelio de hoy y nos puede ayudar a rezar a todos los que escuchamos diariamente la Palabra de Dios.
Primero, Jesús llama a un recaudador de impuestos, a un reconocido «traicionero» del pueblo judío, aquel que se servía de los que necesitaban para recaudar para el imperio. Y justamente a él lo llama no por ser bueno, sino porque seguro vio en él algo que nadie podía ver. Vio, podríamos decir, el núcleo de bondad de su corazón. Nunca hay que descartar a nadie. Siempre cuando Jesús llama, nos enseña eso. «Nosotros miramos las apariencias, él mira el corazón». Todo hombre, por más malo que parezca o por más de que haya hecho muchísimas cosas malas en su vida, tiene en su interior algo que nadie ve, incluso él mismo. El único que puede ver eso y apostar a lo que nadie ve es Jesús, también pasó con vos y conmigo. Eso se ve en el Evangelio de hoy. Solo Dios se juega por nosotros cuando a veces parece que nadie lo hace. Esto es algo que no tenemos que olvidar nunca, para pensarlo en nosotros y para pensarlo en los demás, cuando a veces sin querer juzgamos por desconocimiento. No descartar jamás a nadie, por más perdido que parezca.
Después de esto, Jesús termina comiendo y festejando con Leví y sus amigos pecadores. Obviamente, ¿qué clase de amigos tenía Leví? Parecido al refrán que dice: «Dios los cría y el viento los amontona» o «dime con quién andas, y te diré quién eres». Bueno, a Jesús no le molesta encontrar pecadores amontonados; al contrario, se mete ahí donde nadie quiere meterse. Se mete con sus discípulos. Nosotros también a veces tenemos esos prejuicios y pensamos: «Mirá con quién anda ese, mirá con quién se junta». Bueno, puede ser, pero depende. Es verdad que, si no voy como médico a un hospital y no tengo cuidado, puedo terminar enfermándome también yo. Ahora, también es verdad que puedo ir al hospital como médico, como lo hizo Jesús, para ayudar a que los enfermos se curen.
Los fariseos no entendían esto y por eso critican, pero al criticarlo, sin darse cuenta, lo elogian. Siempre la crítica proviene de una cierta ignorancia y de una carencia propia. Critican porque no saben, creyendo que saben, como vos y yo cuando también criticamos. Criticamos convencidos que es justa y necesaria la crítica, pero en el fondo ignoramos algo básico y profundo, no sabemos lo que hay en el interior de cada hombre. No lo sabemos, y si no lo sabemos, no podemos ni tenemos el derecho a hablar como si supiéramos. Sin embargo, lo triste es que a veces hablamos como si supiéramos.
Estos fariseos no conocían el corazón de Jesús, ni tampoco el de Leví, el de los pecadores. El mundo no conoce el corazón de Dios y, por eso, se toma el atrevimiento de criticarlo. Nosotros no conocemos el corazón de los demás como para opinar tan libremente y creyendo que lo sabemos todo. Por eso, la respuesta de Jesús pinta cómo es el corazón de un Dios que generalmente es criticado, justamente por ser bueno. Para este mundo ser bueno se convierte en motivo de crítica, en un problema. Nos dicen a veces: «No seas tan bueno». «No seas ingenuo», nos dicen algunos y algunos padres incluso enseñan esto a sus hijos. Es verdad que hay que cuidarse, es verdad que no hay que ser tonto. Pero Dios vino a mostrar que es bueno, que puede sentarse a la mesa con todos y que por eso no deja de ser Dios, que viene como médico de nosotros que estamos enfermos, y a veces andamos como si no lo estuviéramos.
Tanto Leví como sus amigos, como los fariseos, en el fondo están todos enfermos; algunos se dan cuenta y otros no. Unos con enfermedades visibles y otros con enfermedades ocultas.
Todos sufrimos enfermedades espirituales y del corazón, y por eso en vez de ver las enfermedades de los demás olvidándonos de las nuestras, en vez de enojarnos porque Jesús cura a los que parece que no lo merecen, en vez de creernos que no necesitamos médico, aprovechemos que Jesús se sienta a la mesa con cualquiera, con todos, para estar con él; y para que estando con él, podamos cambiar. Es verdad, él quiere que cambiemos. Él quiere que en esta Cuaresma nosotros nos propongamos verdaderamente un cambio profundo del corazón. Es tiempo de gracia, es tiempo de dejar que Jesús se siente a la mesa con nosotros y nos enternezca con su amor y nos muestre que es posible ser hombres y mujeres nuevos, cambiar verdaderamente.
Esta es la conversión que todos necesitamos, cercanos y alejados. Porque, en definitiva, algún día todos terminaremos comiendo en la misma mesa, en la mesa del Reino, si de verdad aprendimos a dejarnos curar por Dios, que es Padre y envía a su Hijo para sanarnos. Mientras tanto, no señalemos a nadie, por las dudas. No vaya ser que Dios lo llame y yo me quede mirando de lejos cómo disfrutan algo que me estoy perdiendo. Mientras tanto, vivamos esta Cuaresma convencidos de que necesitamos del mejor médico del mundo que anda recorriendo el hospital de nuestra vida buscando a quién curar.
Hoy te animo a levantar la mano para poder decirle: «Señor, yo tengo necesidad de médico, tengo necesidad de vos. Tengo necesidad de ser curado, porque mi soberbia también me enceguece y me hace ponerme por encima de los demás; porque mi soberbia también me hace olvidar que alguna vez entraste a mi vida y me enseñaste lo que era la misericordiosa».
Fuente: Algo del Evangelio