Jesús dijo a sus discípulos:
«Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.»
Palabra del Señor
Comentario
En la medida que vamos creciendo en la fe, que vamos asimilando que el ser discípulo de Jesús más que «hacer muchas cosas por él», es ir dejando que él las haga en nosotros, vamos descubriendo que en realidad la prueba más grande que vivimos cada día es el amor, es la de entregarse sin medida por los otros, hacia los otros. Cuando nos disponemos a amar a Dios con toda nuestra alma y al prójimo como Jesús nos enseñó, entramos de algún modo en un desierto lindo, porque en realidad está plagado de oasis que nos confortan siempre. La vida del amor, la de la gracia es desierto, en el sentido de que es difícil, porque no es el camino que nos propone el egoísmo, la facilidad y la pereza de este mundo; pero es un camino lleno de manantiales ocultos que nos calman la sed cuando parece que nada tiene sentido.
Y, por el contrario, el que vive sin entregarse, sin amar de verdad, creyendo que la vida es eso, solo una fiesta de egoísmo y de búsquedas personales, en el fondo se quedará vacío. Por eso las pruebas, las tentaciones, los sufrimientos terminan siendo oportunidades para amar, para entregarse más y vivir la vida como debe vivirse (amando). Es ahí en donde encuentran sentido las pruebas, es ahí donde comprendemos que vale la pena vivir amando y no vale la pena vivir para uno mismo. Por eso, benditas pruebas, benditas tentaciones que nos ayudan a salir de nosotros mismos para reconocer que la vida es mucho más linda de lo que creemos cuando nos entregamos, da muchas más alegrías de las que imaginamos cuando amamos como él nos enseña.
Hoy, sábado, terminamos la primera semana de Cuaresma, llenos de recomendaciones, aparentemente llenos de cosas por hacer, de palabras por vivir y cumplir. Una semana en la que los evangelios nos sacudieron de lado a lado y, de yapa, como se dice, terminamos escuchando una de las páginas más difíciles de comprender y de vivir del Nuevo Testamento; no solo por esto, porque es difícil de comprender, sino porque también es difícil de llevarlo a la práctica. Por eso, te propongo que antes de pensar, calcular y recalcular (como hace el GPS) lo que tenemos que hacer, lo que deberíamos hacer o lo que hemos dejado de hacer, es finalmente dar gracias a Jesús por estos días de regalo. Demos gracias a Jesús porque día a día, más allá de nuestras debilidades, estamos haciendo lo posible para escucharlo, a veces mejor, otras veces no tanto, algunas ni siquiera escuchamos; pero lo importante es volver a empezar siempre, volver a levantarse y desear como alguna vez lo deseamos. Dar gracias es fundamental para no caer en un cristianismo vacío de contenido, para no caer en el fariseísmo del cumplimiento, de la conciencia anestesiada por la tranquilidad de ser relativamente buenos.
Evidentemente, después de escuchar Algo del Evangelio de hoy, no alcanza con ser relativamente buenos. Acordate la frase de ayer: «Les aseguro que, si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos». Les aseguro que, si ustedes creen y piensan que, con ser buenos, con no matar a nadie, no robar (como dicen algunas personas: «Padre, yo no mato, ni robo») alcanza para ser hijo, están equivocados. Jesús vino a hacernos hijos de Dios, no esclavos, como decíamos ayer. Si querés llegar a la vida eterna, si querés llegar a lo que nosotros llamamos «Cielo», al encuentro con el Dios vivo, cara a cara, es verdad que alcanza con que cumplas los mandamientos; es verdad que con no matar y robar casi que tenemos como el pase asegurado, por decirlo de algún modo; es verdad que sin hacerle mal a nadie tenemos un nichito en el cielo comprado, dicho simbólicamente. Pero… ¿Y mientras tanto? Mientras tanto, te perdés, nos perdemos de vivir como hijos, nos perdemos en vivir calculando a veces, nos perdemos de ser cristianos en serio.
No entrar en el Reino de los Cielos equivale a perderse desde hoy la posibilidad de dar más, perderse la alegría de amar, no solo a los que nos aman y nos tratan bien, sino incluso a los que no son muy amables, a los que son un poco desagradables, a los que nos critican, a los que nos molestan, a los que son un poco insoportables, a los que nos hacen el mal sin razón; en definitiva, a los que «naturalmente», digamos así, no nos sale amar. Esta es la propuesta del evangelio, no es la obligación; es la propuesta de algo más, de algo mucho más profundo, de algo más grande y mejor. Es el empuje de algo que no podríamos hacer si no fuera porque Jesús lo hizo primero y porque nos da esa fuerza. Naturalmente solos no se puede, sobrenaturalmente sí. Esa es la perfección de la que Jesús habla hoy. Ser perfectos entonces no significa no equivocarse y que nos brote un amor natural y espontáneo para todos, sin importar nada de sus vidas; ser un perfectito moralmente, que todo le sale bien, sino que ser perfecto evangélicamente es buscar y querer amar como ama el Padre, con el amor que proviene de él, con amor que viene de lo alto.
Sí se puede ser perfecto al modo del evangelio, es mentira que no se puede. Miles y millones de santos lo lograron con la gracia de lo alto. Mientras no queramos esto, mientras pensemos que la perfección del evangelio es para algunos, estaremos todavía viviendo como paganos, como no creyentes, viviremos como la mayoría del mundo, intentando ser buenos y evitando cruzarse con las personas que no son tan buenas como ellos dicen ser. Los enemigos, para nosotros, entonces serían todas aquellas personas que no nos sale amar así, espontáneamente. Jesús no pretende que seamos amigos de los molestos, de los poco amables o de los que nos hacen el mal; pretende que, por lo menos, no les quitemos el saludo, que recemos por ellos. Si empezamos a transitar este camino, empezaremos a sentir la alegría de ser hijos, de ser hermanos de todos, de vivir sin rencores, de vivir sin destruir, de construir siempre. Esto es ser perfecto, como el Padre del Cielo; esto es aprender a pasar las pruebas de la vida y salir fortalecidos.
Fuente: Algo del Evangelio