Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?».
Jesús respondió: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que éstos.»
El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios.»
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios.»
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor
Comentario
¿Sabés por qué no nos conviene hacer de nuestra relación con Dios un comercio? Por la sencilla razón de que no es necesario y, además, no nos conviene; siempre saldremos perdiendo. Dios nos dio y no da todo su amor sin pedirnos, en principio, nada a cambio. Pensar que Dios nos puede dar algo solo y únicamente porque nosotros le damos algo, es olvidarnos de quién es Dios verdaderamente o, en el fondo, es no conocerlo todavía. Si Jesús hubiese necesitado algo de nosotros para darnos lo que él quería, no habría muerto por nosotros antes de que naciéramos; habría esperado que demos nuestro corazón, que nosotros entreguemos la vida también. Por eso, la lógica divina es al revés. Debemos descubrir todo lo que Dios hizo por nosotros, incluso sin ni siquiera merecerlo.
Dice un Salmo: «¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?». ¿Lo escuchaste alguna vez? Quiere decir que, en realidad, nuestra deuda de amor con Dios es infinita, es imposible de pagar con nuestros propios medios, con nuestro pobre amor. Su amor es impagable, diríamos. No podemos «negociar» con él por la sencilla razón de que no es necesario, ya tenemos todo lo que buscamos. Y, además, si habría que pagar el amor, dejaría de ser amor.
Y, por otro lado, es infantil, es de niños, es estar con pequeñeces cuando él pretende grandezas, corazones inmensos. Por eso, toda espiritualidad que se basa en un «hacer cosas» para que Dios me dé lo que pretendo, en realidad no es cristiana plenamente, tiene algún vicio. Nuestro templo-corazón debe despojarse de todo lo que le impide correr hacia Dios libremente, sin obstáculos, sin tantas condiciones, sin tantas reglas que nosotros mismos nos imponemos, sin tantas «cadenas», sin tantas devociones, sino con una «línea directa», estando siempre online, sabiendo que él está siempre con nosotros, amándonos, sosteniéndonos, esperándonos. Espero que me entiendas, no digo que tener devociones está mal. Lo que digo es que cuando nos impiden llegar a Dios, es porque algo estamos haciendo mal. La devoción es buena, somos nosotros los que no sabemos conducirla.
¿Por qué dar tantas vueltas cuando tenemos a Jesús a la vuelta del corazón? Dejemos que él siga expulsando a todos los vendedores de nuestro interior que no nos dejan amar como él quiere. Mientras tanto, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Escuchar.
Algo del Evangelio de hoy nos enseña que lo más importante y lo primero es escuchar. No ama el que no escucha y no escucha el que no ama. «¿Cuál es el primero de los mandamientos?», le preguntaron a Jesús. «Escuchar para amar», «amarás si escuchás». Es lindo saber que el mandamiento también es de algún modo una promesa que Dios nos hace. Amarás, amarás… Vamos a terminar amando pero si empezamos por escuchar. Escuchar es lo primero que quiere él de nosotros. Sin escucha no hay posibilidad de entregarnos, no hay amor que prospere. A veces creo que los cristianos queremos empezar por el final y nos olvidamos del principio. Siempre es bueno empezar por el principio. Decía una canción muy linda: «Crece desde el pie, musiquita; crece desde el pie». Todo crece desde el pie.
¿Cómo pretender que Dios sea todo si no le damos lo primero y principal que es el oído del corazón, que hace que las palabras lleguen y nos transformen? ¿Quién se puede enamorar de alguien al que jamás escucha? Por eso es bueno volver a escuchar que el primer mandamiento en realidad es escuchar, valga la redundancia. No se puede amar a quien no se escucha. Mirá a tus hijos, a tu marido, a tu mujer, a tus hermanos, a tus amigos. Míralos y pregúntate con sinceridad si es posible amarlos de verdad si no los escuchás, si no te tomás el tiempo para saber qué piensan, qué sienten, qué necesitan, sentándote un rato con ellos. Cuando empecemos a escuchar a los que tenemos al lado, nos llevaremos muchas sorpresas, para bien y, a veces, para mal, o por lo menos para descubrir cosas que no nos gustan. Nos sorprendemos para bien cuando de golpe descubrimos una riqueza inimaginable en personas que antes no teníamos en cuenta.
Nos sorprendemos para mal cuando de golpe nos distanciamos de personas que en realidad no conocíamos bien, porque en el fondo no nos escuchábamos.
¿No será que con Dios nos pasa lo mismo? ¿No será que nos alejamos de él porque nos perdemos de escucharlo? ¿No será que nos enamoramos perdidamente de su corazón porque en el fondo nunca nos decidimos a escucharlo en serio?
El amor de Dios brota y crece, casi naturalmente, cuando se escucha. La escucha es como la lluvia que riega las plantas, porque al escuchar cosas lindas, cosas de Dios, eso nos va purificando el corazón para poder verlo nítidamente y, una vez que lo vemos, empezamos a amarlo con todo el corazón, con toda el alma, el espíritu y las fuerzas. En cambio, cuando las cosas pretenden ser al revés, o sea, obligarse a amar a un Dios que no se escucha y no se sabe bien quién es, es tan imposible como estar ciego o sordo y querer enamorarse a distancia de alguien que ni siquiera se ve ni se escucha.
Empecemos por el principio y el camino será más lindo y posible. Probemos hoy escuchar y que el escuchar nos abra el corazón para amar, a Dios y a los demás, como Jesús lo pretende, porque en realidad escuchar es ya empezar a amar, y cuanto más amemos, más escucharemos.
Fuente: Algo del Evangelio