La dictadura secuestró a sus dos hijos, la forzó al exilio y nunca pudo arrancarle la alegría. Peronista, bostera y con los dedos en «V», Lita pedía que la despidieran cantando un buen tango.
Solo atinó a persignarse cuando vio que el auto enfilaba hacia ella. Cerró los ojos. Pensó que era el final, pero el coche dobló. Volvió a mirar, pero no podía creer lo que acababa de ver. Dos hombres habían metido en el asiento trasero a su hija. En menos de un año, la dictadura le había arrebatado a sus dos hijos. Los buscó con desesperación desde Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas –el organismo que presidía–, pero poco pudo reconstruir de lo que había pasado con ellos. A los 92 años, murió este jueves Lita Boitano, la militante del movimiento de derechos humanos que tenía la sonrisa grabada en el rostro y los dedos en “V”.
Angela Catalina Paolín nació el 20 de julio de 1931 en Buenos Aires. Su mamá había llegado embarazada desde el Véneto. A su papá biológico no lo conoció. En algún momento, lo describió como el primer desaparecido de su vida. Con el tiempo, su madre formó pareja con Emilio, un albañil laburador que ejerció el rol paterno.
Cuando entró al secundario, Lita no escondía su simpatía por el peronismo. Cursó sus estudios en el comercial Antonio Bermejo, en Callao al 600. En algún momento pensó que quería ser contadora, pero terminó desechando la idea. Lo que más le gustaba era el trato con la gente.
Se crió en el Pasaje Bernasconi de Caballito. Allí tenía su taller Antonio Berni, que la retrató en una de sus pinturas. Rodolfo Walsh era otro de los que frecuentaba el lugar. Lita se casó a los 20 años con Miguel Boitano. El 19 de diciembre de 1952 dio a luz a su primera hija, Adriana Silvia Boitano en el sanatorio Anchorena. Para 1955, los tres se mudaron al departamento de la calle Mansilla. El 1 de enero de 1956 nació Miguel Boitano.
Adriana y Migue estudiaron en un colegio bilingüe italiano. Con los años le recriminaron la elección: era una institución a la que iban los hijos de los ejecutivos de grandes empresas y ellos eran hijos de una ama de casa y un empleado. En 1968, Lita quedó viuda con 37 años.
Lita le avisó a Adriana por carta que Migue estaba desaparecido. Ella estaba casada y vivía en Brasil. Después de una visita de su mamá y de su cuñada, decidió volver con ellas a Buenos Aires. Las tres vivieron en un hotel hasta que lograron alquilar un departamento en Villa Devoto. Lita trabajaba en un consultorio y Adriana se desempeñaba como secretaria bilingüe.
Una tarde agosto de 1976, Lita se quedó sola en el departamento. Adriana y María Rosa salieron. Ella se bañó y se acostó. En un momento sintió un dolor fuerte en el corazón y una sensación de tristeza la embargó. Para ella, ese fue el momento en que mataron a Migue, su hijo de 20 años.
La militancia
En enero de 1977, una madre –Beatriz “Ketty” Aicardi de Neuhaus– se comunicó con Lita para avisarle que habría una reunión importante en Callao y Corrientes. Allí tenía su sede la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH). Al poco tiempo, Lita se sumó a Familiares –que funcionaba en ese mismo lugar. Una compañera le hizo el habeas corpus para reclamar la aparición de Migue.
Recorrió distintas dependencias para encontrarlo. Fue sobre todo a la iglesia Stella Maris –la que está ubicada frente a los tribunales de Comodoro Py. Allí se sometía al sadismo de monseñor Emilio Graselli.
–¿En qué libro estará su hijo, señora? ¿El de los vivos o el de los muertos?
Ella temblaba y el cura le decía: “No lo busque más”.
El 24 de abril de 1977 fue a misa con Adriana. Su hija tenía una cita. Lita le dijo que iba a acompañarla. Adriana presentía que algo no andaba bien y, en el camino, le dijo: “Mamá, yo a lo único que le tengo miedo es al dolor”. La secuestraron frente a los ojos de Lita a pocos metros de Plaza Irlanda.
Al día siguiente, Lita llegó a Familiares con alaridos de dolor. La dictadura se había llevado también a su hija mayor. Ella se dedicó de lleno a la búsqueda y a la denuncia. Dejó el consultorio en el que trabajaba. No aguantaba más simular. No soportaba más escuchar: «Lita sí que no tiene problemas, ella siempre anda con una sonrisa».
Jugarse la vida
Junio de 1978: el Mundial de Fútbol lo tapa todo. Lita y Graciela Lois –una compañera de Familiares– consiguen entradas para el partido entre Alemania e Italia. Las mujeres recorren el Estadio Monumental dejando obleas y volantes que denuncian que la dictadura mata y desaparece. Se meten en la boca del lobo, pero saben que tienen que hacerlo.
A los pocos meses, se hace la tercera conferencia del episcopado en Puebla, México. Juan Pablo II ya era Papa. Y para los organismos era una oportunidad para hacerle saber lo que pasaba en el país. En Familiares, eligieron a Lita para representarlos.
Antes de salir para México, la cita Julia –una compañera del organismo– y le pide que lleve a un muchacho con ella. Lo que no le dice es que los dos estaban secuestrados en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y que la patota también viajaría para intentar capturar a la cúpula de Montoneros.
Lita no puede volver al país. Los compañeros la mandan a Europa para evitar que ella también sea secuestrada. Pasa por Francia, Holanda y finalmente llega a Italia. Para vivir tiene que cocinar y planchar. Se acerca al feminismo, entiende la necesidad de las mujeres de decidir sobre sus propios cuerpos y hasta acompaña a una compañera a practicarse un aborto.
En Italia, Lita hace de todo para denunciar los crímenes de la dictadura: es parte del grupo que busca contactarse con el Papa, lleva adelante un ayuno y logra que finalmente Juan Pablo II hable del drama de los desaparecidos en la Argentina. Conforma también la comisión de familiares de italianos.
Volver
El 15 de diciembre de 1983, Lita se tomó un avión desde Italia. Estaba esperanzada con la democracia que acababa de volver. Al día siguiente aterrizó en Buenos Aires. La esperaba su mamá, que durante su exilio había ocupado su lugar en Familiares.
La demoraron en el aeropuerto por la cantidad de equipaje que traía. Ella contestó que eran los papeles con todo lo que había hecho en Italia por los desaparecidos.
–¿Le retenemos todo, señor?–preguntó una empleada de la Aduana.
–No, de ninguna manera– le respondió su jefe.
Lita subió a un auto y pidió pasar por Familiares, que funcionaba en su sede de Buenos Aires. Finalmente, iba a reunirse con sus compañeros, con esa segunda familia que había forjado a base de perder a los suyos.
La democracia no le trajo respuestas sobre el destino de sus hijos. Cuando se cumplieron 25 años de la desaparición de Migue, publicó un recordatorio en Página/12. Tenía esperanzas de que alguien viera su cara en el diario y lo recordara de algún centro clandestino.
A Mario Villani, sobreviviente de la dictadura que deambuló por cinco campos de concentración, le preguntó cuánto tiempo pudieron haber estado vivos sus hijos. Con esos retazos iba tratando de reconstruir la historia de su desgarro. «No es que nosotras seamos las grandes madres –le dijo años atrás a Memoria Abierta en un testimonio en el que recordó su búsqueda–. Es que nuestros hijos se lo merecían».
El último tango
Tuvo una relación cercana con el Papa Francisco, a quien le pidió que abrieran los archivos de la dictadura. Escuchaba misa, pero se permitía ciertas licencias. Contaba, divertida, que le había dicho a un párroco que ya no rezara por ella porque la última vez que lo había hecho se había roto la cadera.
Cuando cumplió 90 años, sus compañeros de militancia le regalaron una serenata. Antes había recibido un llamado en vivo de Víctor Hugo Morales. Tenía la radio clavada en la AM750. Tuvo otros saludos que la emocionaron. Entre ellos, el de Cristina Fernández de Kirchner. Sus 92 años los festejó en el club de sus amores, Boca Juniors. Sopló las velitas junto a Graciela Lois y Taty Almeida.
Estuvo hasta sus últimos días en la casa de la calle Mansilla –donde había vivido con sus hijos. Conservaba sus discos. Y tenía sus fotos distribuidas por el departamento. En los últimos meses, había comenzado con cuidados paliativos. En el fin de semana, su salud se complicó con un cuadro respiratorio. Murió en el Hospital Italiano.
La Legislatura porteña la distinguió como ciudadana ilustre. Lita —que se reía de la muerte— bromeaba con sus compañeros que, a partir de ese premio, iba a poder ser velada allí. Eso sí, pedía que la despidieran con un buen tango.