Los judíos discutían entre sí, diciendo: « ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.»
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
Palabra del Señor
Comentario
¡Ay de aquel que experimentó alguna vez la presencia de Jesús resucitado!, no por ahí como les pasó a los discípulos ese día, del Evangelio del domingo que escuchamos tan claramente, donde Jesús se mostraba, comía con ellos y que después, además, les abría la inteligencia para que comprendieran las Escrituras. Si te diste cuenta, el camino inverso del relato de Emaús, donde, en realidad, primero Jesús les explica las Escrituras y después lo reconocen; el domingo era al revés: primero, se les presentaba, lo reconocían, y después les abría la inteligencia. Bueno, ¿quién de nosotros que experimentó la presencia de Jesús resucitado puede volver a atrás? Ya no se puede.
Eso me decía alguien que me vino a ver en estos días, emocionado por el cambio que produjo en él la Palabra de Dios, junto con su mujer. Me decía esto: «Ya no puedo volver atrás. Ya Jesús se presentó en mi vida, me tocó el corazón y no puedo volver atrás». Bueno, esa es la maravilla de la fe. Podemos volver atrás en el sentido de que aflojemos, que nos cansemos, ¿pero puedo volver atrás en dejar de creer? Aquel que cree en serio, aquel que es maduro en la fe, no por mérito propio sino por pura gracia de Dios, ya no tiene vuelta atrás. Y eso es lo más lindo. Es un camino que terminará en la eternidad. No te olvides: vamos todos para el cielo de la mano de Jesús.
El camino de esta semana va llegando al final, por lo menos al final del capítulo 6 del Evangelio de Juan, en el discurso del Pan de Vida –¿te acordás?–, en el que mañana verás cómo termina de una mañana maravillosa. Por ahora podríamos decir que venía todo muy lindo, todo tranquilo. Jesús atraía con sus palabras, presentándose como el alimento del mundo, para que el mundo tenga vida. Hasta ahí todo muy bien. A partir de ahora vamos a ver cómo reaccionan los que lo siguen al escuchar que tienen que alimentarse de su cuerpo y su sangre.
Me acuerdo que una vez alguien recién convertido me decía: «¿Qué hago acá, padre? ¿Qué hago viniendo a misa? No sé qué hago acá». «Y… te dejaste atraer y viniste», hubiese sido una buena respuesta para darle. Es un misterio, sabemos algo, pero no todo; intuimos, pero no sabemos todo. Y eso es lo lindo, una libertad atraída por Dios. Algo así como lo que decía el profeta Jeremías, ¿te acordás?: «¡Tú me has seducido, ¡Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido!».
Somos de alguna manera protagonistas de nuestra vida, pero –como también decía ayer– no los actores principales. Si nos acercamos a Jesús es porque Dios Padre nos atrajo de alguna manera, nos animó, nos sedujo y porque, al mismo tiempo, nos hemos dejado seducir. ¿No? Hay que dar gracias y alegrarse mucho con esto. La clave o la mayor dificultad es dejarse seducir, dejarse atraer por él, no poner trabas, no poner peros, no poner siempre excusas, no pretender que él sea como nosotros queremos que sea. Dejar que Dios sea Dios, esa es la maravilla, a su manera, con su lógica y nosotros aceptar que somos simples creaturas que perdemos el rumbo fácilmente y que lo mejor que podemos hacer es escuchar.
Ayer no habíamos dicho nada, pero hoy es casi inevitable. Jesús lleva el discurso a un extremo, por decirlo de alguna manera; no porque sea extremista, sino porque su amor es tan grande que desarticula todo lo pensable, lo razonable. Veníamos escuchando que Jesús decía que él es el pan de Vida y el agua que viene a calmar el hambre y la sed del hombre, que él es la respuesta a todos nuestros vacíos, podríamos decirlo de alguna manera. Bueno, al final lo que parecía simbólico o lo que podríamos pensar al principio que era simbólico en su discurso, una especie de metáfora o de comparación, se vuelve realidad. Y Jesús dice esto: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Ya no es una forma de decir, una especie de imagen linda para admirarse. No, es mucho más que eso. Es la locura de las locuras.
Jesús quiso quedarse realmente con su cuerpo y su sangre. Hay que creer para poder aceptarlo. Jesús es pan, o sea, es el alimento del hombre hambriento de amor. Jesús es pan cuando nos habla en su palabra, con la palabra escrita; Jesús es alimento cuando lo escuchamos en la oración y disfrutamos de ese diálogo; Jesús sacia nuestra hambre cuando amamos a los que tenemos al lado, de algún modo hasta que nos duela; Jesús es verdadera comida del alma si tenemos los ojos del corazón abiertos a ver más allá de lo que vemos. Pero en donde Jesús es más alimento que nunca, y no nos podemos olvidar, en donde se cumple realmente estas palabras es en la eucaristía, en la comunión, es en la misa en donde él eligió quedarse perfecta y plenamente.
¡Ay, si los católicos creyéramos realmente esta verdad!, ¿no crees que no nos desesperaríamos por ir a recibirlo? ¿No crees que respetaríamos más la eucaristía? ¡Ay, si los sacerdotes creyéramos que tenemos a Jesús en las manos!, ¿no crees que moriríamos de emoción? ¡Ay Señor, si creyéramos en tus palabras y que realmente estás presente en cada eucaristía, qué distinto sería todo! Señor, danos la gracia de creer, danos siempre tu cuerpo y tu sangre, para que tu amor se haga realidad en nuestras vidas.
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.
Fuente: Algo del Evangelio