Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.
Palabra del Señor
Comentario
Decíamos que la Cuaresma tiene como una imagen de fondo que ayuda a comprender nuestra propia vida: el desierto. Jesús se va al desierto y es ahí donde experimenta la prueba. Las pruebas, las tentaciones aparecen, paradójicamente, en el desierto, cuando experimentamos la carencia, cuando nos falta lo superficial, incluso –y más te digo– lo necesario, como el alimento. Es un símbolo. En el desierto aprendemos a vivir con lo esencial. Por eso en la Cuaresma vamos aprendiendo o deberíamos aprender a prescindir de lo que es innecesario y a aferrarnos a lo realmente necesario.
No sale fácil del corazón decir que una prueba, una tribulación o una tentación, como quieras llamarle, son de alguna manera una bendición para nuestras vidas. Para nosotros, un buen día es un día sin problemas, sin dificultades, sin embargo, nunca tenemos que olvidar que el pasar por el desierto, por arideces, por dificultades, por dolores, por tristezas, es parte de la vida y, desde ahí también, podemos crecer y aprender muchísimo. Por eso el apóstol Santiago dice: «Hermanos, alégrense profundamente cuando se vean sometidos a cualquier clase de pruebas, sabiendo que la fe, al ser probada, produce la paciencia. Y la paciencia debe ir acompañada de obras perfectas, a fin de que ustedes lleguen a la perfección y a la madurez, sin que les falte nada».
Cuando esta sabiduría de la Palabra de Dios se malinterpreta, sobrevienen toda clase de confusiones que ridiculizan nuestra fe e incluso puede hacer que muchos le huyan. Te recuerdo algunas de las malas interpretaciones que se escuchan con respecto al hecho de que «es necesario pasar pruebas en la vida». Por ejemplo: el pensar que para ser cristiano hay que ser un «enamorado del sufrimiento», como si nos gustara naturalmente; la de pensar, por ejemplo, que solo se crece sufriendo; creer que la única cara del amor es el sufrimiento y que, si no duele, no sirve, nos es digno de amor. Muchas veces se escucha eso y se han burlado del cristianismo diciendo que es un mentor del sufrimiento por el sufrimiento mismo, un creador de la represión que no nos deja ser felices. Claramente, te imaginarás, al escuchar esto, que nuestra fe no enseña eso. Son solo caricaturas. Entonces, ¿cómo es posible alegrarse profundamente cuando nos tocan vivir pruebas? Eso iremos también desmenuzando en estos días.
Algo del Evangelio de hoy nos deja una enseñanza profunda sobre la oración. ¿Qué es finalmente lo esencial de la oración? ¿Cómo debemos orar, rezar? ¿No será que a veces la hemos cargado de adornos que al fin y al cabo la hacen más difícil de lo que es?
En su esencia, rezar, orar, como le quieras llamar, es dialogar con nuestro Padre del cielo, es escucharlo, es hablarle. Tan simple y complicado como eso. Por eso, Jesús nos enseñó a no complicarnos la vida para rezar, para orar; nos enseñó la simplicidad del Padrenuestro, en donde aprendemos a pedir lo esencial y, además, a pedirlo en el orden que corresponde. Porque no solo es bueno aprender a decir buenas cosas, sino que además decirlas como hay que decirlas. Con el Padrenuestro tenemos asegurado todo esto, porque son las palabras del Hijo, enseñadas a los pequeños hijos, que somos vos y yo. No importa cuántas palabras decimos al rezar, cuántas veces las repetimos, sino que lo que importa es saber y gustar lo que se dice, para que al decirlas nuestra mente esté alineada, por decirlo así, con nuestro corazón, que ambos se abracen y concuerden en lo mismo. No hace falta ser visto, ser tenido en cuenta por los otros al rezar. «Nuestro Padre, que ve en lo secreto, nos recompensará».
Te propongo hoy que digamos juntos la oración que es madre de todas las oraciones, que muchas veces fuimos olvidando o repitiendo como loros. Volvamos a levantar la cabeza con el corazón elevado también, puesto en el cielo, y a pensar en todo lo que queremos decirle, como se dice acá, en Argentina, al Tata Dios, pero al mismo tiempo confiando en que él sabe mejor todo lo que necesitamos.
Digamos: «Padre, Padre de todos, de buenos y malos, de los que amamos y de los que nos cuesta amar. Padre que estás en el Cielo, en todos lados, en los corazones y en donde a veces menos pensamos. Queremos que tu nombre sea conocido, santificado, glorificado, amado. Queremos que tu Reino, que tu amor llegue a todos, que todos reconozcan tu voluntad y la cumplan, especialmente los que decimos amarte, los cristianos. Necesitamos el perdón tuyo y el de los demás. Necesitamos aprender a perdonar de corazón porque no podemos vivir sin perdón, nos hace muy mal. Ayúdanos a vivir esta realidad, por favor, Padre. Queremos el Pan de cada día, tu Palabra que nos alimenta, tu hijo, el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y el pan necesario en nuestra mesa. No queremos pensar que lo material es lo esencial. Por favor, no nos dejes caer en la peor tentación, en la peor prueba. No dejes que nos olvidemos que somos hijos tuyos, amados. No dejes que el maligno nos robe y nos aparte de tu amor, de tu corazón de Padre. Todo esto y de lo que no nos damos cuenta, te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor, tu Hijo, y te le pedimos en el Espíritu Santo, el amor que fue derramado en nuestros corazones».
Fuente: Algo del Evangelio