Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.»
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos.»
Palabra del Señor
Comentario
¡Qué lindo es saber que no todo es un desierto en la vida!, sino que, además, gracias a Dios, tenemos momentos y experiencias de «transfiguraciones», como las de Algo del Evangelio de hoy, en este domingo, segundo de Cuaresma. En medio de los desiertos también hay oasis, hay descansos, hay montañas como el Tabor en donde Jesús se transfiguró y se dejó ver como Dios, por lo menos por un instante, de un modo deslumbrante. Durante la Cuaresma también la Iglesia nos regala un «Tabor», o sea, un domingo en donde no hablamos tanto del camino, de la lucha, de las pruebas, de las tentaciones, de la Cruz que se vendrá, sino de las experiencias de Jesús que nos tocan hasta el cuerpo y nos ayudan a mantenernos firmes en el camino, a pesar de todo, pase lo que pase. Quien tuvo una experiencia real de Jesús, difícilmente se deje vencer, se deje caer en la peor tentación, en los momentos difíciles, de crisis, que nunca nos faltarán. De hecho, tan fuerte fue para estos apóstoles ese día que no lo olvidaron jamás y, además, representados por Pedro, quisieron quedarse a vivir en ese lugar, sin importarles nada. En ellos está representada la Iglesia, vos y yo.
Jesús no les propuso a sus amigos, no nos propone a nosotros, un camino de Cruz con una sola cara, así nomás, a secas, sino que nos propone un camino de felicidad, pero de entrega, un camino que siempre terminará bien, pero que terminará con él en la gloria del cielo si somos fieles a su amor hasta el fin. «Por la constancia salvarán sus vidas», dice Jesús también. Ese día quiso darles a sus apóstoles, por lo menos a estos tres, la gracia de poder verlo «cara a cara» y de escuchar la voz del Padre, para que cuando la Cruz aparezca en el camino, que finalmente apareció, no se olviden de lo que habían visto, no se olviden del final del túnel, como se dice.
¿Te pasó alguna vez? Decime que sí, por favor. Decime que alguna vez tuviste esa sensación y experiencia de perder la noción del tiempo y de decir interiormente: «¡Qué bien que estoy acá! ¡Qué lindo sería que esto dure para siempre! ¡Si esto me pasó en la tierra, lo que debe ser el cielo!» Sin embargo, tenemos que reconocer que esto no es magia. Jesús no nos propone magia, nos propone fidelidad, nos propone bajar del monte para volver a la vida de todos los días y entregarnos, dar la vida, como les pasó a Pedro, Santiago y Juan. Él nos pide entrega total; nos prueba de algún modo, permite la prueba, mejor dicho, para que nos animemos a entregarlo todo, hasta la sangre, como lo hizo él. ¿Quién de nosotros, si le piden todo, da todo, pero realmente todo? Ojalá pudiéramos.
En la primera lectura, también de hoy, dice la Palabra que «Dios puso a prueba a Abraham». «¡Abraham!», le dijo. Él respondió: «Aquí estoy». Abraham es el ejemplo más acabado del que da todo, del que no se guardó nada. No hay que pensar, en ese relato tan conocido, en un Dios que es macabro al pedir el sacrificio de Isaac, su hijo, sino en un Dios que, de alguna manera, permite la prueba, nos «pone a prueba” para llevarnos hasta el fondo de la fe. Así lo llevó a Abraham a la confianza total, absoluta, y así bendecirlo, haciéndolo padre de miles y miles. Abraham es padre de la fe y modelo de la fe. ¿Por qué? Porque escuchó, creyó y obedeció absolutamente. Para creer es necesario escuchar, para confirmar la fe es necesario obedecer. La fe es confianza y no confía el que antes no escucha y no confía el que no es capaz de obedecer. Por eso, la fe no es algo abstracto, un mero sentimiento o aceptación de verdades intelectuales que no tocan la vida. La fe es camino de escucha y de obediencia. La fe-confianza es el eslabón que une la escucha con la obediencia a lo que Dios nos va proponiendo a lo largo de la vida. Abraham supo hacer todo bien porque confío en que lo que escuchaba era verdad, y como era verdad, debía hacerlo para su bien y el de su familia. Confío en Dios, confió al escuchar y obedeció con confianza.
Uno escucha muchas veces que con total seguridad muchos de nosotros decimos: «Padre, yo tengo fe».
Sin embargo, cuando uno pregunta, cuando uno indaga un poco más por el compromiso real con la fe, en general lo que se descubre es que «esa fe» a veces es un poco supuesta, no está acompañada ni de escucha, ni de obras, ni de amor. Como si la fe fuera una mera afirmación: «tengo fe». Pareciera que con decir que «tenemos fe» alcanza. No es así. La fe es camino de abandono total, de ir capacitándonos para darle todo a Dios, y dándole todo, recibir todo de él. O dicho al revés, ¡cuidado!, recibiendo todo de él somos capaces de darlo todo.
En el Evangelio de hoy Dios Padre nos da la misma clave de la primera lectura para que nuestra fe no sea frases sueltas: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». Escuchar. Por más que Pedro quería quedarse ahí porque estaba lindo el lugar, Dios les dice: «Escuchen». Escuchá, escuchemos. Leamos y meditemos la Palabra de Dios, lo que Dios quiere. Confiemos en lo que nos pide. Creamos de verdad, creamos que todo es verdad y caminemos con él en medio de las pruebas de este mundo, de tentaciones, sufrimientos, para poder llegar como él transfigurados a la gloria de la Resurrección.
Qué lindo es terminar con estas palabras de san Pablo: «¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»
Fuennte: Algo del Evangelio